Letter 8
“I want to talk to you about a stone. From a certain perspective, it is just a stone. For my purposes, it doesn't matter whether it's marble, granite, or the most common of stones, although you have to admit that the fact that it's white and smooth grants it a touch of splendor I know not how to oppose. In any case, it's still a stone.
If I planned a
quick, albeit detailed, journey through every museum, exhibition hall, private
collection, ruin, and art gallery in the planet, I know for certain that I would
not find a piece like the one I'll mention to you. I don't know why the most
prestigious museum in the most prestigious city would have placed it in the
best of its corners, the one linking together what are likely to be its two
main wings but that, in any case, is that – a corner, a hallway. I will also disregard
these details.
The piece, with
its more than 2,200 years, represents a woman; a woman dressed in the Greek
style of the times, that is, with a wet-looking tunic covering her body down to
her feet, while about her naked arms there's little we can tell because they've
been torn. A pair of wings sprout from her back that maintain their exultant
course, although they also show damage. Another blow has done away with the
entire head, leaving us, strange as it might sound to you, not with an acrid
taste of decapitation but with a taste of mystery.
The name of the
piece – the Victory of Samothrace – alludes to the celebration of a deed of war
in ancient Greece. For my purposes, this is as irrelevant as whether or not it's
made of marble, because what beckons us is neither the texture of the stone nor
the event it celebrates. What beckons us is the head and the arms that have
vanished, that have been crumbled by the centuries and are now part of the wind,
of the sand that goes from here to there, far and wide across the Earth.
What would be
the exact position of the arms? Would they be raised in a joyful attitude or
rather follow the general movement of the body at its sides? Would one of the
hands indicate a spot with the gesture of someone who is making an appeal,
signaling? We can no longer tell; what is left at the level of the shoulders
doesn't provide enough information. That's why it's impossible to know her
exact shape – the beauty, the cold serenity, the joy or the asperity of the
lost totality.
No detail would
make us think that the sculptor would have endowed this female image with the
head of a monster, of a Gorgon, or of any other horrible creature, and every possibility
– according to what we see in other pieces of that period – speaks of a
beautiful woman. Against this, against all probability of balanced features, I assert
the monster. Yet not a monster of abject traits but one that lacks a face for
the simple reason that it can't have it, although in its presence we can't help
thinking about it and hence can't help seeing it.
Perhaps, rather
than a defect proper, what I'm talking about is a certain quality of the
invisible, of the unapproachable; what is not there but is there. This would
mean that the stone is alive, and not simply in the flat, dour manner of
symbols or gestures; let's say, her right leg shows the attitude of moving
forward while the left one waits its turn, slightly bent, to follow suit. This
mobility of both legs is transmitted to the entire body, which is impetuous all
at once, ready all of a sudden to make use of its two wings stretched for
flying. I can't tell in what moment of this reality or unreality she's already
flying or getting ready to do so. I don't know how dense is the material of
which she was made, but suddenly in the blink of an eye there's only movement.
This lovely
movement, however, is not the core of the beauty I'm discussing here, even
though it's obvious that it endlessly contributes to such beauty. The face, the
head we don't know and see without seeing is closer to the nature I'm describing
to you. Its illusion, its infinite potential remains untouchable, and I can't
tell you anything else about it.
In its entirety,
the monster or the entity I have perceived so far is Hope. Motionless, in fact,
painfully and unassailably still and, at the same time, full of all the
strength and yearning and austerity and ambition and defeat of each desire,
which for this very reason constitute its entire accomplishment. I don't know
the composition of this piece of arid, tense matter, but I do know something of
its implausible loyalty, of the power of its outburst against the stillness
that was inexorably imposed on it, of its impossible and hence palpable
victory, visible in those feet that go forward, those majestically stretched
wings... Where is Hope going, you'll say to me, where with its primordial,
blind, and lost instinct? That's what the invisible head or arms can no longer
tell us, but this very thing, all this happy defeat fixed in the most visible
corner of the largest museum on Earth, is what denotes the magnitude of Hope.
That's all.
Carta 8
“Quiero hablarte de una piedra. Es, desde cierta perspectiva, sólo un trozo de piedra. Para mis fines, no interesa que sea mármol, granito o la más común de las piedras, aunque hay que reconocer que el hecho de ser blanca y fina le transmite un matiz de realce al que no sé oponerme. Como sea, sigue siendo una piedra.
Si se me
planteara un recorrido veloz, aunque detallado, de todos los museos, salas de
exposición, colecciones privadas, de todas las ruinas y las galerías de arte
del planeta, con seguridad sé que no voy a hallar una pieza como la que voy a
mencionarte. No sé por qué el museo más afamado de la ciudad más afamada la
tenga en el mejor de sus vértices, el que une a las que deben ser sus dos alas
principales, pero que de cualquier modo es eso: un vértice, un pasillo. Voy a
pasar por alto también estos detalles.
La pieza, con
sus más de 2.200 años, representa a una mujer; una mujer vestida a la usanza
griega de la época, es decir, con una túnica de aspecto mojado que le cubre el
cuerpo hasta los pies, mientras que de los brazos desnudos poco podemos saber
porque han sido quebrados. De la espalda le brotan un par de alas que mantienen
su sesgo pletórico, a pesar de que también lucen roturas. Otro golpe ha dado
cuenta de la totalidad de la cabeza, dejándonos, por extraño que te parezca, no
con el sabor acre de la decapitación, sino con el del misterio.
El nombre de la
pieza —La victoria de Samotracia— alude a una celebración por un hecho bélico
en la antigua Grecia. Para mis objetivos, esto es tan irrelevante como si se
tratase o no de mármol, porque lo que aquí convoca no es la textura de la
piedra o el acontecimiento que celebra. Lo que convoca son la cabeza y los
brazos que han desaparecido, que han sido molidos por las centurias y son ahora
parte del viento, de la arena que va de un lado a otro a lo largo y ancho de la
Tierra.
¿Cuál sería la
posición exacta de los brazos? ¿Estarían levantados en actitud jubilosa o, más
bien, acompañarían el movimiento general del cuerpo, a los lados de éste?
¿Alguna de las manos indicaría un punto con el ademán de quien hiciese un
llamado, una señal? Ya no tenemos modo de saberlo: lo que queda a la altura de
los hombros no nos da la información suficiente. Es así cómo no es posible
conocer su forma exacta: la belleza, la serenidad fría, el alborozo o la
aspereza de la totalidad perdida.
Ningún detalle
lleva a pensar que el escultor hubiese dotado a esta imagen femenina de la
cabeza de un monstruo, de una Gorgona o alguna otra criatura terrible, y más
bien todas las posibilidades —por lo que se ve de otras piezas de la época—
hablan de una mujer hermosa. Contra eso, contra todas las probabilidades de
unos rasgos equilibrados, yo voy a afirmar al monstruo. Pero no a uno de rasgos
abyectos, sino a otro que carece de rostro por la sencilla razón de que no
puede tenerlo, aunque en su presencia no se puede dejar de pensar en él y, por
lo tanto, no se puede dejar de verlo.
Quizá, más que
un defecto mismo, de lo que hablo es de una cierta cualidad de lo invisible, de
lo inabordable: lo que no está pero está ahí. Eso querría decir que la piedra
está viva, y no simplemente a la manera rasa y adusta de los símbolos o los
gestos: digamos, su pierna derecha tiene la actitud de avanzar al frente,
mientras la izquierda aguarda su turno levemente inclinada para seguirla de
inmediato. Esa movilidad de las dos piernas es transmitida a todo el cuerpo que
de pronto está lanzado, de golpe está listo para servirse también de sus dos alas
desplegadas para volar. No sé decir en qué momento de esta realidad o
irrealidad febriles está volando ya o preparándose para hacerlo. No conozco la
densidad del material con la que está hecho pero, de súbito, en un tris de
dedos todo es movimiento.
Este precioso
movimiento, sin embargo, no constituye el meollo de la belleza a que refiero,
aunque es obvio que contribuye a ella de manera inagotable. El rostro, la
cabeza que no conocemos y que vemos sin ver, está más próximo a la naturaleza
de la que te hablo. Su ilusión, su posibilidad infinita, permanece intocable, y
yo no te puedo decir más de ella.
En su totalidad,
el monstruo o la entidad que hasta aquí percibo es la Esperanza. Quieta, en
realidad; dolorosa e inobjetablemente quieta, y al mismo tiempo llena de toda
la fuerza y la añoranza y la austeridad y la ambición y la derrota de cada
deseo, y que por ello mismo constituyen todo su logro. No sé cuál sea la
constitución de esta pieza de árida y tensa materia pero sé algo de su
inverosímil lealtad, de la potencia de su arrebato contra la quietud que le ha
sido impuesta sin remedio, de su victoria imposible y por lo tanto palpable,
visible en esos pies que van adelante, en esas majestuosas alas abiertas… ¿A
dónde va la Esperanza, me dirás, a dónde con su instinto primigenio, ciego y
extraviado? Eso es lo que ya no nos puede decir la cabeza invisible o los
brazos, pero eso mismo, toda esta feliz debacle fijada en la esquina más
visible del museo más grande de la Tierra, es lo que da la talla de la Esperanza.
Nada más.
Tomado del blog Dos Disparos. Pueden encontrar una entrevista con CM aquí.
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